Vivo en un reino milenario. El
cielo
pasa sobre las torres como un
agua
llena de cantos. Puedo ver la
luna
que rodea a los pájaros, la
piedra
donde alguien escribió que todo
es vano,
que el hilo de las túnicas se
pierde
y no retorna nunca. Tamarindos
había que en sus hojas
anunciaban
un dolor y una música a las
reinas
que venían del agua más
profunda.
Y había la mañana, el mediodía,
los jardines de piedra, el
cactus negro.
Tengo aún en mis manos una rama
plateada por la muerte, y una
historia
que habla de los que fueron.
Las murallas
de la ciudad recuerdan todavía
una nave que estuvo en otra
orilla
anclada por el peso de mis
viajes
entre sombras, lotófagos,
demonios.
Si supieras, Nausica, cómo ha
sido
mi vida desde entonces: nada
grata
para quien vio la flor de los
granados
y la esparció en su lecho y su
memoria,
mientras cantaba el ciego al
que ofrecieron
una silla de cedro y una
fábula.
Tú me guiaste a la ciudad,
desnudo,
sólo cubierto por el mar de
arena
y por hojas de luz de su hondo
prado
para contar mi gloria, mi
infortunio.
Te seguí, como dios que me
creía,
soñando con mi isla venturosa
donde había dejado tres colores
y un patio y una vid y a mis
amigos.
Pero la reina no esperó mi
nave,
la soñó bajo el agua deseada,
y soñó mi esqueleto deslumbrado
por nácares y peces y penumbras
donde cae la tarde y la madera
no es sino puente de un jardín
en sombra.
En su sueño me vi, rey abatido
por la espada que guardo aún
oculta
para el rey extranjero. Soñé
entonces
que moriría lejos de mi patria,
que no volvería a ver en los
espejos
las calles de mi Itaca y el
vuelo
que prepara mi arco en esa
dicha
perfecta de las olas y las
piedras.
Vivo en un reino milenario, es
cierto,
sólo un mar de jazmines me
rodea,
salgo a los bosques cuando el
cielo teje
la medianoche, solo y en
silencio
con mi vida; el destino no me
deja
lanzar mi flecha, como yo
quisiera,
al corazón del jabalí y la
luna:
nunca doy en el blanco, y sólo
puedo
pensar en ti, Nausica. Los
feacios
jamás supieron ver en el relato
de Demódoco, el ciego, que
tuvieron
en su sala de sándalo al más
pobre
y más desencantado navegante.
Yo no escuché la historia de
mis viajes,
pues veía en tus ojos otra
historia,
y esa noche soñé con un vestido
que adoraban tus manos, y una
espada.
De lo demás, Nausica, no
quisiera
acordarme: la nave hecha
pedazos,
los marineros muertos y un
fantasma
vagando entre los pinos de la
isla.
Los pinos de la isla eran tan
bellos,
y ya no tengo cerca ni su
sombra.
Itaca fue un jardín, y hoy sólo
escucho
cantar a las serpientes; ramas
duras,
endrinos y no almendros, y la
piedra
donde alguien escribió que todo
es vano.
Giovanni Quessep
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