Fernando
Denis
Grecia, tú que sabes mi nombre,
dímelo.
He sido arrojada a esta playa como
una ola fosforescente,
he sido otra vez un ave descalza
sobre la arena,
midiendo el poderío de esta luz;
aún siento el rumor de los versos
que encendían las lámparas
mientras yo enfermaba de belleza,
lloraba detrás de los desiertos, en
los jardines brumosos
donde el guerrero esculpía la
piedra
y afilaba sus cuchillos.
¿Dónde está la historia del fuego,
dónde sus fábulas?
El libro del fuego se abre como una
candente ciudad en ruinas
donde salmos
y bosques nocturnos
arden en la primavera.
Lentamente sus páginas me van
borrando…
El sueño se derrama sobre mí como
una lluvia de oro
en las tinieblas;
infinitas mariposas muertas rodean
la playa.
El tiempo que me convierte en una
efigie de la guerra
ahora me abandona,
me otorga su irascible reloj de
arena.
¿Quién dirá en el infierno algo
sobre la belleza que perdí,
sobre los días que quemaron mi
arcilla íntima?
Dentro de mí hay un verano, el más
ardoroso de todos.
¿Cuántas plagas rodearon la cabeza
del griego que me besó
en los aposentos, en la penumbra
donde yo era una gacela
encantada con fuego en las pupilas?
No sé qué agonías tejieron su
corazón deshabitado,
pero fueron muchas.
Y él, Menelao, el más celoso de los
mortales,
jamás pudo dormir a mi lado, jamás
durmió:
el fuego intolerable que crispaba
las cenizas de mis palabras
lo consumía.
En los altares murmuro mis
obligaciones con la divinidad.
Veo las columnas, las ánforas, el
cristal nervioso de las aguas
donde me asomo y avivan los
truenos, los relámpagos,
y sé que moriré un día entre esas
llamas.
Para poner mis pies sobre la aurora
de las calles
un cadencioso lino egipcio cubre mi
piel, me rodeo
de tal forma que no noten demasiado
el candoroso efluvio de hermosura
que aún me queda,
el brillo de una sensualidad
agotadora que todavía
es música entre los hombres.
No soy salvaje y terrible como
muchos lo creen; soy dulce,
y con albas manos y labios
sedientos he sostenido las soberbias de un rey.
Si aún soy Helena ante los muros de
Grecia, ante los mares de Grecia,
bajo el cielo lustroso que preserva
los mitos, que todo lo ve
desde sus azules estancias,
si aún hay oído para esta voz
melindrosa
que ruega en las sombras, entre los
muertos de una guerra infame,
Zeus sabrá que no fui yo la que
trajo tal zozobra,
que sólo fui una imagen para el
recuerdo de la noche griega,
que aún arden mis nervios ante el
claro
ruiseñor de los desiertos, su canto
embriagado de metáforas.