SENTIDO DEL VIAJE

"... A menos que esté fija, destinada a la repetición perpetua, la vida es movimiento, desplazamientos; sobre todo con la época actual, en que la aceleración de los cambios nos pone frente a los ojos de un mundo constantemente remodelado que obliga a redefinirse sin descanso el lugar que uno ocupa en él, los puntos de referencia que le dan sentido". Michele Pétit.

domingo, 29 de septiembre de 2013

MI VIDA EN UN LABERINTO

Las agitadas y tristes aguas del océano invocaban mis miedos y sutilmente se esparcían por mi alma, desafiando la valentía necesaria para cumplir mi cometido. Los suspiros volaban, desesperados, por culpa de los pensamientos.

Yo, el valiente Teseo, partí de Atenas, comprometido en una misión casi imposible, poniendo en riesgo mi vida. Camino hacia el laberíntico lugar, me empecé a arrepentir, pero ya era muy tarde. Fui a Creta,  donde habitaba un animal feroz; lugar confuso y de vientos pasmosos que auguraban mi muerte.

Recuerdo la voz de mi padre rogándome que no fuera. Sentí la misma tristeza que él,  al verme en el barco, ese barco oscuro y con velas negras. Como último gesto de esperanza, pidió cargar velas blancas si el barco regresaba conmigo abordo, después de salir invicto de aquella empresa.
Juan José David Ortega

Con tristeza llegué a Creta donde nos recibieron, a mis conciudadanos y a mí, con festejos y banquetes. Al parecer mis amigos tuvieron cierta alegría por la hospitalidad, aunque fuera preludio de la muerte, menos yo. En medio de la música, me sentía desconsolado, con el alma en blanco. De repente, sentí una mirada. Buscaba una y otra vez alrededor, pero no había rastro de quien observaba. Me sentía desesperado, pues no encontraba el ojo intimidante. Hasta que en una esquina vi a la hija del rey Minos, Ariadna. En muy corto tiempo nos habíamos enamorado. Cada vez que la veía, mi corazón se derretía de amor y ella lo reconstruía con su belleza.

Un día antes de que su padre se dispusiera a lanzarme a la habitación del terrible Minotauro, ella lloraba porque sabía que nuestro amor era imposible, sabía que pronto iba a morir. Moriría de hambre y cansancio porque el mayor problema no era el Minotauro, ya que seguramente yo lo vencería. Lo preocupante para ella y para mí era saber que nadie podía salir del laberinto.

Tan grande y tan puro fue su amor que ingenió una forma de ayudarme. Su idea fue darme un hilo para que yo lo atara a uno de los muros de la entrada y así guiarme en el laberinto. Ella lo llamó el hilo de la esperanza y el triunfo porque me ayudaría a escapar de la muerte. Me pidió que la llevara a Atenas cuando obtuviera la victoria. Yo acepté.

Al día siguiente, antes de entrar al laberinto, até el hilo como mi amada me había indicado, y con otros 13 jóvenes, entré a combatir la muerte. Al llegar, irradiamos como un sol entre las oscuras montañas. Honrados como un dios, cargábamos la fe de nuestra ciudad. Poco después sentimos la presencia de una tormenta queriendo alimentarse de nuestras vidas, con vientos fuertes y fuegos irritantes que le ayudarían a recoger las almas que buscaba. Era el Minotauro, furioso y hambriento.

La fuerza y la calera me alentaron. Por un momento mi mente no pudo tener conciencia, pero pronto la recuperé. Ahí fue el comienzo de mi batalla con el Minotauro. Pude darme cuenta de que el monstruo era fuerte por su instinto animal, pero torpe con su cuerpo humano. Poco después, orgulloso tranquilo, estuve satisfecho por haberlo vencido. Mis amigos y yo, contentos por el triunfo, comentamos que era más fácil contar toda la arena del mar, más fácil atrapar una estrella fugaz que encontrar la salida de aquella red que nos consumía, nos atrapaba, nos enredaba lentamente como una telaraña. Fue precisamente este pensamiento de hilos arácnidos y sutiles el que me recordó el hilo aquel, el de mi amada, que con seguridad me llevaría de nuevo a sus brazos. Al fin, orientados por él, sin que nadie en la superficie lo notara, guié a mis amigos a la salida donde Ariadna me esperaba.

Pronto partimos en el barco sin dejar rastro. En la mitad del camino decidimos reposar en una isla. El descanso fue rápido porque el viento acuciaba las velas. De inmediato partimos. Yo estaba un poco confundido porque no encontré a Ariadna en ninguna parte, pero el recuerdo de mi padre y mi patria, me impulsaban a abandonar aquel lugar y a la mujer que me dio una segunda vida.

Al llegar a Atenas, un mundo de tristeza cayó sobre mí, rompiendo mi corazón. Mi padre había desaparecido por mi culpa, pues yo no había puesto la señal de esperanza que él me pidió. Algunos dicen que él, al ver el barco sin velas blancas, se suicidó; otros, que se tiró desde un acantilado, y otros, que se fue a vivir a un lugar donde nadie lo reconociera. La pérdida de mi padre y la desaparición de Ariadna consumen permanentemente el pábilo de mi vida.

Maria José Cuevas Osorio

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