Las
agitadas y tristes aguas del océano invocaban mis miedos y sutilmente se
esparcían por mi alma, desafiando la valentía necesaria para cumplir mi
cometido. Los suspiros volaban, desesperados, por culpa de los pensamientos.
Yo,
el valiente Teseo, partí de Atenas, comprometido en una misión casi imposible,
poniendo en riesgo mi vida. Camino hacia el laberíntico lugar, me empecé a
arrepentir, pero ya era muy tarde. Fui
a Creta, donde habitaba un animal feroz;
lugar confuso y de vientos pasmosos que auguraban mi muerte.
Recuerdo
la voz de mi padre rogándome que no fuera. Sentí la misma tristeza que él, al verme en el barco, ese barco oscuro y con
velas negras. Como último gesto de esperanza, pidió cargar velas blancas si el
barco regresaba conmigo abordo, después de salir invicto de aquella empresa.
Con
tristeza llegué a Creta donde nos recibieron, a mis conciudadanos y a mí, con
festejos y banquetes. Al parecer mis amigos tuvieron cierta alegría por la
hospitalidad, aunque fuera preludio de la muerte, menos yo. En medio de la
música, me sentía desconsolado, con el alma en blanco. De repente, sentí una
mirada. Buscaba una y otra vez alrededor, pero no había rastro de quien
observaba. Me sentía desesperado, pues no encontraba el ojo intimidante. Hasta
que en una esquina vi a la hija del rey Minos, Ariadna. En muy corto tiempo nos
habíamos enamorado. Cada vez que la veía, mi corazón se derretía de amor y ella
lo reconstruía con su belleza.
Un
día antes de que su padre se dispusiera a lanzarme a la habitación del terrible
Minotauro, ella lloraba porque sabía que nuestro amor era imposible, sabía que
pronto iba a morir. Moriría de hambre y cansancio porque el mayor problema no
era el Minotauro, ya que seguramente yo lo vencería. Lo preocupante para ella y
para mí era saber que nadie podía salir del laberinto.
Tan
grande y tan puro fue su amor que ingenió una forma de ayudarme. Su idea fue
darme un hilo para que yo lo atara a uno de los muros de la entrada y así
guiarme en el laberinto. Ella lo llamó el hilo de la esperanza y el triunfo
porque me ayudaría a escapar de la muerte. Me pidió que la llevara a Atenas
cuando obtuviera la victoria. Yo acepté.
Al
día siguiente, antes de entrar al laberinto, até el hilo como mi amada me había
indicado, y con otros 13 jóvenes, entré a combatir la muerte. Al llegar, irradiamos
como un sol entre las oscuras montañas. Honrados como un dios, cargábamos la fe
de nuestra ciudad. Poco después sentimos la presencia de una tormenta queriendo
alimentarse de nuestras vidas, con vientos fuertes y fuegos irritantes que le
ayudarían a recoger las almas que buscaba. Era el Minotauro, furioso y
hambriento.
La
fuerza y la calera me alentaron. Por un momento mi mente no pudo tener
conciencia, pero pronto la recuperé. Ahí fue el comienzo de mi batalla con el
Minotauro. Pude darme cuenta de que el monstruo era fuerte por su instinto animal,
pero torpe con su cuerpo humano. Poco después, orgulloso tranquilo, estuve
satisfecho por haberlo vencido. Mis amigos y yo, contentos por el triunfo, comentamos
que era más fácil contar toda la arena del mar, más fácil atrapar una estrella
fugaz que encontrar la salida de aquella red que nos consumía, nos atrapaba,
nos enredaba lentamente como una telaraña. Fue precisamente este pensamiento de
hilos arácnidos y sutiles el que me recordó el hilo aquel, el de mi amada, que
con seguridad me llevaría de nuevo a sus brazos. Al fin, orientados por él, sin
que nadie en la superficie lo notara, guié a mis amigos a la salida donde
Ariadna me esperaba.
Pronto
partimos en el barco sin dejar rastro. En la mitad del camino decidimos reposar
en una isla. El descanso fue rápido porque el viento acuciaba las velas. De inmediato
partimos. Yo estaba un poco confundido porque no encontré a Ariadna en ninguna
parte, pero el recuerdo de mi
padre y mi patria, me impulsaban a abandonar aquel lugar y a la mujer que me
dio una segunda vida.
Al
llegar a Atenas, un mundo de tristeza cayó sobre mí, rompiendo mi corazón. Mi
padre había desaparecido por mi culpa, pues yo no había puesto la señal de
esperanza que él me pidió. Algunos dicen que él, al ver el barco sin velas
blancas, se suicidó; otros, que se tiró desde un acantilado, y otros, que se
fue a vivir a un lugar donde nadie lo reconociera. La pérdida de mi padre y la desaparición
de Ariadna consumen permanentemente el pábilo de mi vida.
Maria José Cuevas Osorio
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