SENTIDO DEL VIAJE

"... A menos que esté fija, destinada a la repetición perpetua, la vida es movimiento, desplazamientos; sobre todo con la época actual, en que la aceleración de los cambios nos pone frente a los ojos de un mundo constantemente remodelado que obliga a redefinirse sin descanso el lugar que uno ocupa en él, los puntos de referencia que le dan sentido". Michele Pétit.

domingo, 29 de septiembre de 2013

MI VIDA EN UN LABERINTO

Las agitadas y tristes aguas del océano invocaban mis miedos y sutilmente se esparcían por mi alma, desafiando la valentía necesaria para cumplir mi cometido. Los suspiros volaban, desesperados, por culpa de los pensamientos.

Yo, el valiente Teseo, partí de Atenas, comprometido en una misión casi imposible, poniendo en riesgo mi vida. Camino hacia el laberíntico lugar, me empecé a arrepentir, pero ya era muy tarde. Fui a Creta,  donde habitaba un animal feroz; lugar confuso y de vientos pasmosos que auguraban mi muerte.

Recuerdo la voz de mi padre rogándome que no fuera. Sentí la misma tristeza que él,  al verme en el barco, ese barco oscuro y con velas negras. Como último gesto de esperanza, pidió cargar velas blancas si el barco regresaba conmigo abordo, después de salir invicto de aquella empresa.
Juan José David Ortega

Con tristeza llegué a Creta donde nos recibieron, a mis conciudadanos y a mí, con festejos y banquetes. Al parecer mis amigos tuvieron cierta alegría por la hospitalidad, aunque fuera preludio de la muerte, menos yo. En medio de la música, me sentía desconsolado, con el alma en blanco. De repente, sentí una mirada. Buscaba una y otra vez alrededor, pero no había rastro de quien observaba. Me sentía desesperado, pues no encontraba el ojo intimidante. Hasta que en una esquina vi a la hija del rey Minos, Ariadna. En muy corto tiempo nos habíamos enamorado. Cada vez que la veía, mi corazón se derretía de amor y ella lo reconstruía con su belleza.

Un día antes de que su padre se dispusiera a lanzarme a la habitación del terrible Minotauro, ella lloraba porque sabía que nuestro amor era imposible, sabía que pronto iba a morir. Moriría de hambre y cansancio porque el mayor problema no era el Minotauro, ya que seguramente yo lo vencería. Lo preocupante para ella y para mí era saber que nadie podía salir del laberinto.

Tan grande y tan puro fue su amor que ingenió una forma de ayudarme. Su idea fue darme un hilo para que yo lo atara a uno de los muros de la entrada y así guiarme en el laberinto. Ella lo llamó el hilo de la esperanza y el triunfo porque me ayudaría a escapar de la muerte. Me pidió que la llevara a Atenas cuando obtuviera la victoria. Yo acepté.

Al día siguiente, antes de entrar al laberinto, até el hilo como mi amada me había indicado, y con otros 13 jóvenes, entré a combatir la muerte. Al llegar, irradiamos como un sol entre las oscuras montañas. Honrados como un dios, cargábamos la fe de nuestra ciudad. Poco después sentimos la presencia de una tormenta queriendo alimentarse de nuestras vidas, con vientos fuertes y fuegos irritantes que le ayudarían a recoger las almas que buscaba. Era el Minotauro, furioso y hambriento.

La fuerza y la calera me alentaron. Por un momento mi mente no pudo tener conciencia, pero pronto la recuperé. Ahí fue el comienzo de mi batalla con el Minotauro. Pude darme cuenta de que el monstruo era fuerte por su instinto animal, pero torpe con su cuerpo humano. Poco después, orgulloso tranquilo, estuve satisfecho por haberlo vencido. Mis amigos y yo, contentos por el triunfo, comentamos que era más fácil contar toda la arena del mar, más fácil atrapar una estrella fugaz que encontrar la salida de aquella red que nos consumía, nos atrapaba, nos enredaba lentamente como una telaraña. Fue precisamente este pensamiento de hilos arácnidos y sutiles el que me recordó el hilo aquel, el de mi amada, que con seguridad me llevaría de nuevo a sus brazos. Al fin, orientados por él, sin que nadie en la superficie lo notara, guié a mis amigos a la salida donde Ariadna me esperaba.

Pronto partimos en el barco sin dejar rastro. En la mitad del camino decidimos reposar en una isla. El descanso fue rápido porque el viento acuciaba las velas. De inmediato partimos. Yo estaba un poco confundido porque no encontré a Ariadna en ninguna parte, pero el recuerdo de mi padre y mi patria, me impulsaban a abandonar aquel lugar y a la mujer que me dio una segunda vida.

Al llegar a Atenas, un mundo de tristeza cayó sobre mí, rompiendo mi corazón. Mi padre había desaparecido por mi culpa, pues yo no había puesto la señal de esperanza que él me pidió. Algunos dicen que él, al ver el barco sin velas blancas, se suicidó; otros, que se tiró desde un acantilado, y otros, que se fue a vivir a un lugar donde nadie lo reconociera. La pérdida de mi padre y la desaparición de Ariadna consumen permanentemente el pábilo de mi vida.

Maria José Cuevas Osorio

PRÓLOGO MITO Y LITERATURA

…Quisiera aprovechar las páginas de este prólogo para anotar algunas reflexiones acerca de los problemas y dificultades que se entrelazan con el estudio de los mitos y la mitología. La pre­cisión no deja de ser una pretensión arriesgada en este terreno, ya que hablar del mito es exponerse desde un comienzo a una serie de malentendidos. Tal vez, pensará algún astuto lector, es esa misma confusión lo que contribuye a la proliferación de libros y estudios sobre él. Pero aquí trataremos de ponernos en guardia y, advirtiendo de antemano que no tenemos ninguna fórmula ni receta, buscaremos proponer algunas definiciones mínimas de los términos más usados en estas páginas. Podemos comenzar refiriéndonos a las dificultades que presenta la palabra "mito". Es evidente que la definición que podemos encontrar en un diccionario, como por ejemplo el de la Real Academia Española -que dice que es "fábula, ficción alegórica, especial­mente en materia religiosa"-, deja mucho que desear. Diríase que en esa definición se percibe un tufillo dieciochesco. Pero, curiosamente, la palabra "mito" ha entrado en los diccionarios en fecha bastante tardía. No aparece en castellano hasta la edi­ción del Diccionario de la Academia de 1884, mucho después que "mitología" y "mitológico", términos ya usados en el si­glo XVIII. En francés aparece en 1811 (Robert), en alemán en 1815 (Grimm), en inglés en 1830 (OED), y estas fechas son significativas, así como el retraso del español al respecto. La definición que el mismo diccionario (edición de 1970) da de "mitología" como "historia de los fabulosos dioses y héroes de la gentilidad" no es menos anacrónica. (Sobre "gentilidad", dice que es la "falsa religión que profesan los gentiles o idóla­tras" o "el conjunto y agregado de todos los gentiles".)
Frente a la limitación del uso recogido tan ranciamente por el diccionario, el habla cotidiana ha convertido el término en una palabra cargada de connotaciones, peyorativas ("algo falso e indemostrable"), o lo contrario ("algo fabuloso, quimérico") que lo hacen ambiguo e incluso equívoco. Esas mismas connotaciones pueden llevar a empleos de la palabra bastante distintos de su acepción más antigua y originaria, y basta pensar en cómo utilizan el término "mito" algunos escritores marxistas o algún estructuralista como R. Barthes, para advertir las fáciles desviaciones, en principio irónicas, luego ya rutinarias, que pueden imprimirse a su sentido.
Por otro lado, conviene notar que es frecuente en la literatura especializada, en antropólogos, filósofos, psicólogos, historiadores de la religión, etcétera, que el término sea tomado en una acepción un tanto restringida, dependiente de una determinada escuela. Hay muchas definiciones del "mito", divergentes y discutibles. Por poner un ejemplo, podemos citar el artículo de G. J. Larson sobre "la definición del mito" (en Myth in Indo-European Antiquity, Berkeley, 1974), donde con afán de síntesis se perfilan siete definiciones generales, desde diferentes perspectivas; y ninguna de las siete es, a mi parecer, lo suficientemente precisa y comprehensiva como para evitar otros intentos de definición.
Los intentos más simplistas que tratan de caracterizar al mito como referido siempre a "lo sagrado", a la "historia de los dioses", etcétera, falla de manera rotunda en cuanto pensamos en la mitología clásica. El mito de Edipo, pongo por caso, no trata de los dioses y tiene muy poco que ver con la religión.
En fin, todo esto parece justificar la desconfianza con que algunos estudiosos tratan la cuestión. "No hay ninguna definición del mito, ninguna forma platónica de un mito que se ajuste a todos los casos reales. Los mitos difieren enormemente por su morfología y su función social", señala G. S. Kirk en un libro importante sobre el tema (El mito: su significado y funciones en las distintas culturas, traducción española, Barcelona, 1973, p. 21).
Pero ahora no pretendemos decidir con una definición general qué es el mito ni postular una referencia única para todos los usos del término, cosa que sería muy difícil de con­seguir, si no imposible. Nos contentaremos con indicar, más modestamente, en qué sentido usamos aquí, en estas páginas, ese vocablo tan manipulado y controvertido. Para ello nos ser­viremos de una definición mínima, que tenga en cuenta la cau­tela y las advertencias críticas de G. S. Kirk y otros estudiosos de estos temas.
Precisamos, pues, que entendemos por "mito" un "re­lato tradicional que cuenta la actuación memorable de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y leja­no". Con esta definición pragmática pretendemos resaltar algunos trazos que nos parecen pertinentes y evitar otros menos relevantes, a nuestro entender. En primer lugar, todo mito es un relato o narración, que refiere unos hechos situa­dos en un pasado remoto. Con esto queda dicho que el mito es más que un agregado de símbolos; es una secuencia narra­tiva. Ese es el sentido básico y originario del griego mythos: una historia o cuento, en el sentido más amplio de esos tér­minos (el que tiene inglés story o tale). Y es tradicional, algo que se cuenta y se repite desde antes, que llega del pasado como una herencia narrativa y es propiedad comunitaria, un recuerdo colectivo y no personal. El mito pertenece a la memoria de la gente y el terreno de la mitología es el ámbi­to de esa memoria popular.
A este carácter tradicional que postulamos puede replicar­se con la observación de que algún gran escritor y filósofo, como Platón, también ha inventado algunos mitos. Pero tal invención es ante todo una recreación de relatos de corte tra­dicional, hecha sobre una pauta previa y un esquema típico. Los mitos platónicos son, por decirlo así, mitos secundarios, de segunda mano, que sólo al ser memorizados por la colecti­vidad podrían devenir mitos auténticos.
Hay entre los relatos tradicionales una posible división entre "mitos", "leyendas" y "cuentos populares", que algunos estudiosos, como Frazer o Malinowski, consideran importan­te. Los mitos tratarían de temas fundamentales en la concep­ción de la vida y el mundo, como el de los orígenes del uni­verso y la vida, el hallazgo de las artes, los cambios de la vegetación, la necesidad de la muerte. Las leyendas, según Frazer, son "tradiciones, orales o escritas, que relatan las aventuras de gente real en el pasado, o que describen suce­sos, no necesariamente humanos, que se dice ocurrieron en determinados lugares"; mientras que los cuentos populares (inglés folktales, alemán Märchen) son "puramente imagina­tivos, sin ninguna otra finalidad que el entretenimiento del oyente y sin que reclamen realmente su credulidad". La dis­tinción, sin embargo, resulta más clara en la teoría abstracta que en su aplicación concreta. Es cierto que hay algunos trazos que la apoyan: los mitos se refieren a un pasado más lejano que el de las leyendas, mientras que los cuentos populares se refieren a un tiempo totalmente indeterminado, el de "érase una vez..." y a un espacio sin relación con la geografía real, en la que se ubican las leyendas e incluso algunos mitos. Los personajes de los cuentos no tienen una personalidad propia, sino que se agotan en su función de protagonistas de la trama, mientras que los héroes de las leyendas y los mitos tienen nombres y familias definidos y fijos. Pero, aun así, el trazar una distinción tajante entre unos y otros relatos pare­ce a muchos algo difícil y poco útil (cf. R. Chase, The Quest for Myth, Westport, Conn., 2.a ed., 1969, pp. 75 y ss.; Kirk, op. cit., pp. 47 y ss.). Los griegos daban el nombre de mythoi a los tres tipos o especies del relato tradicional anónimo y heredado. Y una de las características del repertorio de mitos helénicos es la dificultad para distinguir lo que podríamos llamar "mitos propios" de las "leyendas", aplicando el esque­ma de Frazer.
Otros dos rasgos del mito son su carácter dramático y su valor ejemplar. Como indicaba E. Cassirer, "el mundo del mito es un mundo dramático, un mundo de acciones, de fuerzas, de poderes en conflicto". El modo narrativo que caracteriza al relato mítico está fundado en la dramaticidad, es decir, en la acción —drama, etimológicamente significa eso—. Y en esto es­triba uno de los puntos de su oposición al lógos, que es "razón, razonamiento y discurso teórico". Sobre esta oposición volve­remos luego. Ahora basta con indicar que el mito se reconoce por un estilo propio de narración dramática (en ese amplio sentido en el que se puede decir que los amoríos de los dioses, por ejemplo, son historias dramáticas). Ese aspecto dramáti­co puede luego vincularse a rituales determinados, pero éste es otro tema.
Quisiera ahora señalar que al decir que el mito es ejemplar no nos referimos a que lo sea moralmente, sino a algo más amplio y tal vez poco precisado por este adjetivo. En la narración mítica la comunidad ve algo que merece ser recordado como ilus­tración de sus costumbres, como explicación del mundo, como algo que confiere un sentido a ciertas ceremonias. El mito tiene una función social (en esto han insistido Malinowski y los lla­mados antropólogos "funcionalistas", con demasiada sencillez), que no hay que olvidar. En eso aventaja al cuento que, según Frazer, sirve sólo para entretenimiento de los oyentes. (Pero el viejo Tucídides pensaba lo mismo de los mitos confrontados a la veracidad del saber histórico.)
Algo así quiere destacar W. Burkert al definir el mito como un "cuento tradicional aplicado a algo importante: myth is a traditional tale with secondary, partial reference to something of collective impórtame" (Structure and History in Greek My-thology and Ritual, Berkeley, 1979, p. 23). Por eso el mito es digno de mención en ciertas ceremonias, y contribuye a la cohesión de la comunidad la evocación de los mitos, patrimo­nio común. Este rasgo entronca directamente con el carácter tradicional de tales relatos memorables. A su manera el mito ofrece una explicación del mundo y de la sociedad, explica­ción que luego el progreso racional puede mostrar que es insu­ficiente o fantástica, pero que ha servido en una época para domesticar, por así decir, a la medida del hombre su entorno natural, confiriendo un sentido humano a procesos y causas que estaban más allá de la comprensión por otros medios que no fueran el relato mítico.
La tradición ha alterado luego la función del mito, y esto es muy notable en la transmisión de la mitología griega. Píndaro utiliza el mito como un paradigma, al servicio de su ideología conservadora y aristocrática, mientras que los trá­gicos atenienses escenifican los conflictos de las sagas heroicas con un propósito muy distinto. La tragedia griega se constru­ye sobre los temas míticos, pero los héroes se convierten en tes­tigos de la grandeza y la fragilidad de la enigmática condición humana. Al evocar el mito, el relato situado en ese lejano pasa­do heroico, la tragedia cuestiona el presente. También así cumple el mito una función social. "El mito", —señala J. P. Vernant- "en su forma auténtica, aportaba respuestas sin for­mular jamás explícitamente los problemas. La tragedia, al retomar las tradiciones míticas, las utiliza para plantear, a tra­vés de éstas, problemas que no comportan una solución" (Mythe et société en Grece ancienne, París, 1974, p. 206).
Creo que algunos estructuralistas pasan demasiado por alto esta función social de los mitos, que es uno de los trazos per­tinentes para distinguirlos de los cuentos (como advierte muy bien Propp en Las raíces históricas del cuento, traducción espa­ñola, Madrid, 1974, pp. 30 y ss.) y lo que fundamenta su larga transmisión, así como las variaciones de ésta.
Calificar de "extraordinarios" a los personajes de los relatos míticos puede parecer muy vago. ¿Por qué no hablar de dioses, seres divinos, sobrenaturales, o preternaturales, como se dice en tantas obras? "La mitología cuenta historias de dioses", afirma, sin más, algún reputado manual mitológico. Es ver­dad que los mitos hablan de los dioses antiguos, pero tam­bién hablan de otros seres. En la mitología griega los héroes —categoría muy difícil de determinar, incluso con la ayuda del excelente libro de A. Brelich- ocupan un lugar casi tan amplio como los dioses. Y famosos héroes, como Ulises, Jasón, Teseo o Edipo, son demasiado humanos, tienen un parentesco familiar harto lejano con los dioses, y actúan en un horizonte tan terreno que, en muchos casos, la calificación de "divinos" o "sobrenaturales" no concuerda con su condi­ción real. Decir que son extraordinarios es, al menos, distin­guirlos de los demás, de los efímeros mortales no heroicos que somos indignos de ser evocados en relatos de este género tradicional.
La narración mítica se refiere siempre a un pasado presti­gioso y lejano. En el famoso mito de las edades que cuenta Hesíodo hay una Edad de los Héroes, que precede a nuestra época, a la época de Hesíodo, a la edad del hierro. Los últimos mitos se refieren a ese tiempo heroico, mientras que algunos mitos tratan del principio de los tiempos, al narrar la teogonía y la cosmogonía. Entre los mitólogos ha sido quizá M. Eliade quien más ha insistido en ese tiempo distinto, lejano, sacro, del mito, como un tiempo opuesto al mundanal e histórico tiempo en que nos movemos. Es el tiempo de los orígenes de las cosas, el tiempo en que los hombres hablaban con los dio­ses, el tiempo del que nos separa la historia y nuestra menta­lidad, el tiempo del eterno retorno y del nunca jamás. En el mundo de la mitología griega ese pasado mítico es sentido como algo no excesivamente lejano, y los mitos heroicos están más cerca de la leyenda que del "mito propio", en la distinción de Frazer. Pensemos, por ejemplo, en las sagas heroicas relati­vas a la guerra de Troya o a la conquista de Tebas, que podían situarse en un siglo no muy lejano a la época en que compo­nía Homero sus poemas, sólo tres o cuatro siglos antes.
Para nuestra definición del mito podemos prescindir de dis­quisiciones acerca del "pensamiento mítico" como una moda­lidad opuesta al pensamiento lógico, bien en el sentido de representar la expresión de una mentalidad prelógica (Lévy-Bruhl) o de una emotividad e imaginación singular, mitopoética (Cassirer), o del pensamiento salvaje que recurre a un len­guaje distinto y a un código diverso para exponer su visión del mundo (como indicó Lévi-Strauss). Las investigaciones sobre el sentido de la mitología y sus interpretaciones filosóficas y antropológicas forman el tema de una historia apasionante, pero en la que no podremos demorarnos aquí, ya que nos des­viaría de nuestro tema, que es más sencillo: destacar la relación entre el relato mítico y su tradición literaria.
Conviene, a este propósito, distinguir entre un mito y una versión del mismo en un texto determinado. La interpretación de un mito es diferente de la interpretación de un texto que refleja el mito en una forma peculiar, en un género literario y en un contexto histórico determinado. Homero, Píndaro, Sófocles y Apolodoro pueden referirnos un mismo mito de modos muy diferentes. El relato mítico tiene un valor paradig­mático en cuanto relato tradicional que las diversas versiones recogen como realizaciones singulares. Un mito viene determi­nado por la suma y el contraste de esas versiones y las varia­ciones de las mismas. Pero conviene que evitemos el prejuicio idealista de suponer que el mito existe por sí mismo, al margen de esas realizaciones literarias -y de las realizaciones orales que hemos perdido—. Las variaciones diacrónicas de la narración corresponden a su dimensión histórica. Al ser recontado el mito se altera y en esa alteración el mito guarda los trazos de lo histórico, de lo que ni siquiera el mito se escapa.
Con esto hacemos una pausa en nuestra consideración y pasamos a otro tema: el de la oposición entre relato mítico y relato histórico, el enfrentamiento entre la mitología y la historio­grafía. Se trata de una oposición en la que se ha insistido menos que en la famosa mythos frente a lógos en la historia del espíritu griego, pero que tal vez no sea menos interesante que ésta.
Ya hemos aludido a la oposición entre mythos y lógos en cuanto al modo narrativo. Lógos es un término mucho más amplio que tiene los valores de "relato, narración", pero tam­bién muchos otros significados, como los de "palabra, frase, tratado, razón, razonamiento, proporción", etc., que exceden al campo semántico de mythos. También el mito puede ser designado con el término indiferenciado de lógos. Los mitos son llamados a veces hieroi lógoi, "discursos o relatos sagra­dos". El enfrentamiento entre ambos términos se produce en la época de la sofística, cuando se quiere resaltar el valor del lógos como razón y razonamiento, como método único para alcanzar la verdad, frente al saber dudoso del mythos arcaico e indemostrable. Tucídides, Eurípides, Platón, son los primeros testigos de esa oposición que marca una etapa en la cultura griega. Del mito no se puede "dar razón", lógon didónai; el mito reclama una fe ingenua que los ilustrados del siglo V a. C. no puedan ya concederle; como explicación de lo real el mito se revela inapropiado a las exigencias racionales de esa época. Los filósofos desprecian el saber de los mitos y la inmo­ralidad de la mitología. El prestigio de la tradición vale de poco. "Los ojos son mejores testigos que los oídos", dice Heráclito. La inquisición racional del filósofo deja de lado las explicaciones míticas. Su admirarse descubre la insuficiencia de las tradicionales creencias y exige una nueva coherencia lógica a la concepción del universo. Como el mito, también la filosofía indaga el comienzo y el fundamento, la arché, de las cosas, pero por otro camino, el racional.
Pero esa interpretación del progreso del pensamiento grie­go como una larga marcha del mito al razonamiento, vom Mythos zum Logos, según el título de un conocido libro de W. Nestle, es asunto bien conocido y en el que no vamos a detenernos aquí. Nuestra intención ahora es poner de relieve otra contraposición: la del mito y la historia, en dos planos, en el de la referencia real de ambos saberes y el de la expresión de los mismos, es decir, la contraposición entre mitología e histo­riografía.
El vocablo hitoríe (cuya forma ática es historía) significa "indagación, investigación" y en la primera frase de la Historia de Heródoto va unido al término apódexis, "exposición, demostra­ción". Ya en esta primera frase de Heródoto hay una oposición a la narración tradicional de los mitos: "Esta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido..." (Así la acertada traducción de C. Schrader). Es la encuesta personal, la crítica racional y la experiencia propia lo que se valora frente a lo incierto e inconsistente de los mitos. Una de las pocas frases conservadas de Hecateo de Mileto, el predecesor jonio de Heródoto, dice tajantemente: "Muchos y ridículos son los relatos tradicionales (lógoi) de los griegos; pero yo, Hecateo, digo lo siguiente". Tucídides coincide con sus pre­decesores en ese rechazo de los elementos fabulosos, de lo mythódes, y extrema sus críticas y sus precauciones (cf. Historia de la guerra del Peloponeso, I, pp. 21-22). Claramente afirma que deja el pasado inaveriguable y se ciñe a los datos bien atestigua­dos del presente y del pasado cercano, de los que puede reunir testimonios fidedignos, que le permitan un relato verídico. En él culmina ese proceso de desconfianza y de acribia histórica, que prescinde de las leyendas poéticas para afirmar la tarea seria del historiador. Lo mítico, como la guerra de Troya, queda abandonado a los poetas, "que mucho mienten" (decía Solón), y los sacerdotes.
Sobre la veracidad del mito no caben demostración ni testi­monios. Del mito no hay una apódexis posible, ya que lo que cuenta no tiene una referencia empírica y directa en la realidad sensible. El mito habla de thaúmata, de “hechos admirables”, como también la historiografía de Heródoto, pero su versión no tiene la verosimilitud ni la coherencia lógica del relato histórico. Tucídides pone en relación lo mítico con el placer de la "audi­ción", la acróasis, mientras que la tarea del historiador se justifica por la utilidad de lo que expone para el conocimiento de lo real.
No conocemos la etimología de la palabra mythos. La de la palabra historia la relaciona con la raíz indoeuropea que signi­ficar "ver": vid-. Historia es el informe del "que ha visto", *vid-tor- > histor-. La información de visu es esencial para este rela­to, mientras que nadie ha visto lo que el mito cuenta. El mito se escucha, porque lo que refiere siempre ha sucedido en ese pasado inaccesible a la experiencia humana, de los actuales efí­meros, ya que es lo que pasó en ese otro tiempo de los dioses y los héroes. El historiador antiguo es, como Heródoto, un viajero que va "con afán de investigar", theories héneka, por el ancho escenario de la historia recogiendo testimonios de lo que él afirma y criticando las tradiciones locales. Poco o nada tiene que ver con el mitólogo que repite las viejas historietas tradi­cionales. Está mucho más cerca del filósofo, ciertamente. Tal vez, como en el caso del buen Heródoto, al historiador le gusta escuchar los pintorescos mythoi de tal o cual pueblo; pero si los transmite, lo hace con una sonrisa escéptica e iró­nica, como un embellecimiento accesorio de su obra.
Queda claro que entre ambos relatos, el mitológico y el historiográfico, hay una notoria oposición. Pero en las versiones del mito se introducen notas del contexto social, y en ese sen­tido, decíamos, las versiones del mito guardan los trazos, la impronta, de un momento determinado de la historia.
En algunos pueblos los mitos están ligados a la literatura religiosa, custodiada por una casta o un grupo profesional de personas. En tal caso los mitos son la literatura sagrada, y la organización eclesiástica local vela por su transmisión inalte­rada, ya estén encomendados a la memoria de los sacerdotes o a un libro sagrado. Así sucede en la tradición hindú o en la hebrea. Pero en Grecia la cosa es diferente. Aunque los mitos son en muchos casos literatura religiosa y están en conexión con las creencias y ritos locales, sin embargo, no son monopolios de nin­gún grupo social en su tradición, ni están encomendados a los sacerdotes, sino a los poetas, educadores tradicionales del pue­blo griego hasta que los filósofos vinieron a reclamar esta com­petencia. Eso confiere a los mitos griegos una flexibilidad y una libertad que no tiene la transmisión mitológica en otros pue­blos. Los mitos griegos han variado notablemente en su tradi­ción secular, por esa misma apertura y libertad de transmisión.
Los mitos no tienen una fijeza dogmática, sino que postu­lan una credibilidad un tanto vaga y general, en contraste con la fe requerida por los textos dogmáticos de ciertas religiones o los textos "revelados", frente a los que no se admiten disi­dencias. En tal sentido la religión antigua era algo mucho más liberal que la tradición cristiana o la musulmana o la hebrai­ca. Y los mitos, junto con los ritos, aunque ligados a la con­cepción religiosa del mundo y la existencia, significaban algo distinto que lo que han sido luego los catecismos, algo que era mucho más vivaz, más poético y más literario, e incluso, si así se quiere, "más frívolo" (en el sentido en que Nietzsche de­cía que la "frivolidad era una de las más bellas características de los dioses griegos") que los relatos de otros textos religiosos más familiares para nosotros.
Tanto para la fundación de la historiografía como para la de la filosofía hay un hecho fundamental: la divulgación de la escritura, que no es sólo un instrumento de civilización, sino también un nuevo terreno para la discusión y la demostración del saber. J. P. Vernant ha destacado muy bien lo decisiva que es para la tradición del mito la aparición de la escritura...
Carlos García Gual. En:Mitos, Viajes, Héroes. Fondo De Cultura Económica. España 2011



sábado, 28 de septiembre de 2013

MI FELICIDAD, UNA PESADILLA

El siguiente texto es resultado de una propuesta didáctica sobre la temporalidad. Su autora ha puesto todo su empeño en renarrar el mito sobre Orfeo y Eurídice desde la perspectiva de un personaje, y desde el inframundo, cuando ha perdido a su amor para siempre. Esta actividad también supuso el uso cuidadoso de las expresiones que indican tiempo como los verbos y  los adverbios. ¡Disfrútenlo!


Estaba ahí, resbalando hacia una oscuridad profunda de donde provenían gritos de dolor y sufrimiento. Intentaba agarrarme con mis manos blancas como la nieve que al caer se iban tornando grises, sintiendo cómo se me escapaba el alma.

Antes de que mi vida se ahogara en lo profundo, hace algún tiempo, mi corazón rebosaba de felicidad. Orfeo y yo disfrutábamos de un día espléndido en el paraíso, con el resplandor del sol en las hojas de los árboles, el viento fresco que nos rosaba las mejillas y el agua de aquel riachuelo que nos endulzaba el alma. Jugábamos sin parar, dichosos, recién casados en medio del bosque, sobre una infinita capa verde que cubría el suelo. Me escondí detrás de un arbusto, sin que pasara por mi mente la idea de que nuestra felicidad duraría poco. Recosté mi ligero cuerpo sobre la hierba esperando a que Orfeo me encontrara. Entre risas y palabras de amor, mi pesadilla apenas comenzaba. De forma inesperada, sentí cómo una serpiente mordió mi talón y me inyectó su veneno, haciendo que mi alegría se convirtiera en una desgracia.  Alcancé a escuchar a lo lejos la dulce voz de mi amado diciendo: ‘‘Hermosa doncella, te encontraré’’.

Mis ojos lentamente se cerraron, sentí un dolor insoportable pero mi mente estaba aferrada a Orfeo, sin dejarse persuadir por la muerte. Volaba hacia un lugar incierto, donde los árboles estaban secos, sin vida. La inmensa capa verde había desaparecido. Intenté regresar, pero algo me lo impedía. Intenté llorar pero no hubo lágrimas. Llegué a un lugar solitario en el que vi una larga y vieja barca conducida por el terrible Caronte. En ese momento regresaron a mi mente todos los recuerdos y supe que estaba muerta. Subí a esa barca, con los pies temblorosos. Mi cuerpo estaba cubierto con un velo blanco que poco a poco iba desapareciendo.

La barca avanzaba lentamente y a mí se me iba olvidando quién era y por qué estaba allí. Pero nunca me olvidé de Orfeo, ni siquiera ahora. Lo conservo en mis recuerdos como el ser más maravilloso sobre la tierra y así él no esté conmigo, yo estaré siempre con él. En la barca de Caronte sobrevolaba riscos que parecían ser infinitos, fuego y oscuridad por doquier. Esperaba ver aunque fuese solo un rayo de luz de esperanza, pero no apareció. En ese momento supe dónde  estaba, en el Hades. Tenía miedo de bajar de la barca pues no sabía lo que me esperaba.

Almas como yo vagaban, tristes y confundidas, unas sin rumbo y otras condenadas al sufrimiento eterno. El tiempo era devorado por las llamas y el bullicio de la pena, hasta el día en que todo se llenó de un aire fresco y de silencio. Mi corazón empezó a latir fuerte cuando escuchó su hermosa voz, temblorosa pero fascinante como siempre. Dirigí mi mirada a lo alto de un risco de donde provenía el melodioso sonido. Me quedé paralizada por un momento y se escucharon súplicas y llanto. Después de la extraña conversación el Hades quedó en silencio por unos segundos y luego todo volvió a la normalidad: aire caliente y ruido aturdidor. Era muy extraño. No lograba entender lo que estaba sucediendo. Después de algunos minutos sentí una fuerza que me elevaba hacia el risco y me encontré con el dueño de aquel lugar aterrador. Él me dijo lo que había sucedido: Orfeo había descendido con el propósito de sacarme de allí y lo había logrado implorando al son de su lira, con lágrimas en el rostro. Solo había una condición para poder salir de esa espantosa pesadilla: yo tendría que ir detrás de Orfeo, sin mirar hacia atrás durante el camino.

Nunca pensé que podría perderlo por segunda vez. Empezamos a salir de aquel lugar, caminando por un sendero estrecho, con abismos a los lados, pero eso no importaba pues pronto volvería a escuchar la tierna voz de mi amado diciéndome al oído: ‘‘Te amo’’. Estábamos cerca, podía escuchar su respiración y hasta sus latidos. Anhelaba tocar su hombro y decirle: “Aquí estoy para ti, para vivir juntos una vida plena de nuevo”, pero no me era permitido. Me sentía impotente.

Podía escuchar los pájaros cantando al ritmo de las hojas secas arrastradas por el viento, el sol brillaba más que nunca. ¡Volvería a vivir!; feliz como aquel día en que nos casamos. Pero lo que yo no sabía era que la luz y los ruidos serían los últimos elementos con los que soñaría el paraíso. Orfeo volteó su rostro con una expresión de angustia y mis sueños y anhelos se derrumbaron. Rodé hacia abajo y fue tanta mi tristeza que lloré, con mi rostro inclinado, cuando estuvo listo para renacer y sentir los labios de Orfeo junto a los míos. Entre los abismos lo escuché gritar arrepentido y suplicando otra oportunidad, pero sus lamentos no sirvieron de nada.

Aquí estoy y me quedaré para siempre.


María Lucía Mejía Carvajal