ORFEO Y
EURÍDICE
Desde allí, Himeneo, cubierto con su manto de color de azafrán, se aleja
por la inmensidad de los aires y se dirige hacia la comarca de los cicones[1] y en
vano le llama Orfeo. Se presentó en verdad, pero no llevaba palabras solemnes,
ni rostro sonriente, ni un feliz presagio. Además, la antorcha que llevaba no
cesaba de chisporrotear extendiendo un humo que provocaba las lágrimas, y por mucho que la agitaba, no
hacía salir la llama. El resultado es más grave que el presagio; porque, mientras
que la nueva esposa[2],
acompañada de un grupo de Náyades, va correteando por la yerba, muere a causa de
la mordedura de una serpiente en el talón. Cuando el poeta del monte Ródope la
hubo llorado lo bastante en la superficie de la tierra, quiso explorar
personalmente la mansión de las sombras;
osó descender por la puerta Tenaria hasta la Estigia. A través de pueblos leves
y de fantasmas que han recibido sepultura, llegó ante Perséfone y el dueño del reino sombrío, el
soberano de las sombras; después de preludiar pulsando las cuerdas de su lira,
canto así: “¡Oh, divinidades de este mundo subterráneo, adonde venimos a caer
todos los que hemos nacidos mortales!, si me es lícito, y dejando los rodeos de
palabras artificiosas, permitidme
deciros la verdad; no he descendido aquí para ver el Tártaro tenebroso, ni para
encadenar los tres cuellos de serpientes del monstruo de Medusa[3]: he
venido en busca de mi esposa; una víbora le inyectó su veneno y le hizo perecer
en la flor de la edad. He querido soportarlo y no negaré que lo he intentado,
pero el Amor ha vencido. Este dios es bien conocido en las regiones superiores;
no sé si aquí también lo será, aunque adivino que sí lo es, pues si no miente
la fama de un antiguo rapto[4], también
os ha unido el Amor. Por estos lugares llenos de espanto, por este inmenso Caos,
por este vasto y silencioso reino, yo os conjuro a que volváis a tejer la trama del destino de Eurídice, terminada
de una manera tan apresurada. Todo se debe a vosotros, y, después de un cierto
tiempo, más tarde o más temprano, todos
nos dirigimos aquí; esta es la última morada y vosotros ejercéis el más largo reinado
sobre el género humano. Ella también, cuando una vez madura, haya cumplido los años que le corresponden,
será sometida a vuestras leyes; pido el uso de un don, no ese mismo don. Y si
los hados rehúsan concederme este favor para
mi esposa, yo estoy decidido y no quiero regresar; gozad de la muerte de
los dos”. Mientras él exhalaba estas
quejas, a las que acompañaba haciendo vibrar las cuerdas de su lira, las
sombras exangües lloraban; Tántalo no intentaba coger el agua huidiza y la
rueda de Ixión se detuvo; las aves se olvidaron de desgarrar el hígado de su víctima[5], las
nietas de Belo dejaron las urnas, y tú, Sísifo, te sentase
sobre tu roca. Se dice que entonces, por vez primera, las lágrimas
humedecieron las mejillas de las Euménides, vencidas por este canto; ni la real
esposa, ni el que reina sobre los abismos de la tierra pudieron negarse al que
tal pedía y llaman a Eurídice; ella estaba entre las sombras llegadas
recientemente y avanza poco a poco por su herida en el talón. Orfeo, del monte
Ródope, obtiene su devolución, juntamente con la orden de que no vuelva la
vista atrás antes de haber salido de los valles del Averno; de lo contrario, el
don sería revocado. Ellos toman, en medio de un profundo silencio, un sendero
en pendiente, escarpado, oscuro, envuelto en una espesa y opaca niebla. No
estaban lejos de la superficie de la tierra; cuando temiendo que se le escapara
y ávido de verla, su amante esposo vuelve sus ojos; inmediatamente, ella
resbala hacia atrás; alargando los brazos, luchando por asir y ser cogida, la
infeliz no coge sino el aire impalpable. Al morir por segunda vez, no se queja
de su esposo (¿de qué podía quejarse si no de ser amada?). Le dirige el postrer
adiós, que ya no llega apenas a sus oídos y vuelve a rodar al abismo de donde
salía.
Orfeo se estremeció por la segunda muerte de su esposa como el que, lleno
de espanto, vio las tres cabezas del perro, llevando encadenada la del medio y
al que no abandonó el terror hasta que su naturaleza se quedó convertida en roca;
como aquel Oleno que tomó sobre sí la falta de su esposa y quiso aparecer
culpable, del mismo modo también tú, ¡oh, desdichada Letea, confiada en tu
belleza!, en otros tiempos corazones muy unidos, ahora piedras en la cima del
monte Ida. El barquero[6] impide (a Orfeo) que pase por segunda vez, a
pesar de que éste ruega en vano y lo desea; sin embargo, se sentó siete días en
la orilla, abandonando su persona y los dones de Ceres; el amor y el dolor de
su corazón y las lágrimas fueron su alimento. Quejándose de que los dioses del
Erebo eran crueles, se retiró por fin a las alturas del Ródope y del Hemo
batido por los aquilones. Por tercera vez el Titán había acabado el año cerrado
por los peces, habitantes de las aguas, y Orfeo había rehuido todo contacto con
las mujeres, ya porque había sufrido, ya porque había empeñado su fe; pero
muchas anhelaron unirse al poeta, numerosas las que se dolieron al ser
rechazadas.
Ovidio Nasón, Metamorfosis, Ed. Bruguera,
Barcelona, 1972.
[1] Pueblo de Tracia.
[2] Eurídice.
[3] Cerbero.
[4] El de Proserpina por Plutón.
[5] De Titio, por ultraje a Latona.
[6] Caronte.
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