El primer amor de Febo fue Dafne, la hija del [río] Peneo, hecho que no
fue infundido por un pequeño azar sino por la ira de Cupido. El dios de Delos,
engreído por su reciente victoria sobre la serpiente[1],
había visto hacía poco que, tirando de la cuerda, doblaba las extremidades del
arco y le había dicho[2]:
“¿Qué intentas hacer, desenfrenado niño, con estas armas? Estas armas son
propias de mis espaldas; con ellas yo puedo lanzar golpes inevitables contra
una bestia salvaje o contra un enemigo, ya que hace poco que he abatido con
innumerables saetas a la descomunal Pitón que cubría con su repugnante e hinchado
vientre tantas yugadas. Tú conténtate con encender con tu antorcha unos amores
que no conozco y no iguales tus victorias con las mías”. El hijo de Venus le contestó: “Tu arco lo traspasa todo, Febo, pero el mío te traspasará a ti; cuanto más
vayan cediendo ante ti todos los animales, tanto más superará mi gloria a la
tuya”. Y hendiendo el aire con el batir de sus alas y sin pérdida de tiempo, se
posó sobre la cima umbrosa del Parnaso; saca dos flechas de su carcaj repleto,
que tiene diversos fines: una ahuyenta el amor, y otra hace que nazca. La que
hace brotar el amor es de oro y está provista de una punta aguda y brillante;
la que lo ahuyenta es obtusa y tiene plomo bajo la caña. Con esta hiere el dios
a la ninfa, hija del Peneo; con la primera atraviesa los huesos de Apolo hasta
la médula. El uno ama enseguida; la otra rehúye incluso el nombre de amante; y,
émula de la virginal Febe, deleitándose en las soledades de la selva y con los
despojos de las bestias salvajes que capturaba, sujetaba con una cinta sus
cabellos en desorden. Muchos la pretendían, pero ella, alejando a sus
pretendientes, no pudiendo soportar el yugo del hombre y, libre, recorre los bosques sin caminos y no
se preocupa del himeneo, ni del amor, ni del matrimonio. Su padre le decía a
menudo: “Hija, me debes un yerno”. A menudo también le decía: “Hija, me debes
unos nietos”. Ella, temiendo a las antorchas conyugales como si fuera un
crimen, cubría su hermoso rostro con un tímido rubor y, con sus brazos cariñosos
rodeando el cuello de su padre, le dijo: “Permíteme, queridísimo padre, gozar
por siempre de mi virginidad; lo mismo le había concedido a Diana su padre”. Él
consiente; pero estos encantos que posees, Dafne, son un obstáculo para lo que
anhelas y tu hermosura se opone a tu deseo. Febo ama y luego de ver a Dafne
desea ardientemente unirse a ella; espera lo que desea y sus oráculos lo
engañan. A la manera como arde la ligera paja, sacada ya la espiga, o como arde
un vallado por el fuego de una antorcha que un caminante por casualidad ha
acercado demasiado o la ha dejado allí al clarear el día, de ese modo el dios
se consume en las llamas, así se le abrasa todo su corazón y alimenta con la
espera un amor imposible. Contempla su cabellera en desorden que flota sobre el
cuello y dice: “¿Qué sería, si se los arreglara?” Ve sus ojos semejantes en su
brillo a los astros; ve su boca y no le basta con haberla visto; admira sus
dedos, sus manos y sus brazos, aunque no tiene desnuda más de la mitad. Si algo
queda oculto, lo cree más hermoso todavía. Ella huye más rápida que la ligera brisa y no se detiene ante
estas palabras del que la llama:
“¡Oh ninfa, hija de Peneo, detente, te lo suplico!, no te persigo como
enemigo; ¡ninfa, párate! El corderillo
huye así del lobo, el cervatillo del león, las palomas con sus trémulas alas huyen
del águila y cada uno de sus enemigos; yo te persigo a causa de mi amor hacia
ti. ¡Ay, desdichado de mí! Temo que caigas de bruces o que tus piernas, que no
merecen herirse, se vean arañadas por las garzas y yo sea causa de tu dolor.
Escabrosos son los lugares donde te apresuras; corre más despacio, te ruego,
retén la huida; yo te perseguiré más despacio. Sin embargo, pregunta a quién has
gustado; no soy un habitante de la montaña, no soy un pastor; no soy un hombre
inculto que vigila las vacadas y rebaños. Tú no sabes, imprudente, de quién
huyes y por eso huyes. A mí me obedecen el país de los Delfos, Claros, Ténedos y
la regia Patara; yo tengo por padre a Júpiter, yo soy quien revela el porvenir,
el pasado y el presente; por mí los cantos se ajustan al son de las cuerdas. Mi
flecha es segura, pero hay una flecha más segura que la mía, la cual ha hecho
en mi corazón, antes vacio, esta herida. La medicina es invención mía y por
todo el orbe se me llama “el auxiliador” y el poder de las hierbas está
concedido a mí. ¡Ay de mí!, que el amor no puede curarse con ninguna hierba y
no aprovechan a su dueño las artes que son útiles para todos”.
La hija del Peneo, con tímida carrera, huyó de él cuando estaba a punto
de decir más cosas y le dejó con sus palabras inacabadas, siempre bella a sus ojos;
los vientos desvelaban sus carnes, sus soplos, llegando sobre ella en sentido contrario,
agitaban sus vestidos y la ligera brisa echaba hacia atrás sus cabellos levantados;
su huida realzaba más su belleza. Pero el joven dios no puede soportar perder
ya más tiempo con dulces palabras y, como el mismo amor le incitaba, sigue sus
pasos con redoblada rapidez. Como cuando un perro de la Galia ve una liebre en
la llanura al descubierto, se
lanzan, el uno para coger la presa, la
otra para salvar la vida; el uno parece estar a punto de atraparla y espera
conseguirlo y con el hocico alargado le
estrecha los pasos, la otra está en duda de si ha sido cogida o se escapa de
esas mordeduras y deja la boca que la tocaba;
de ese modo están el dios y la doncella:
aquel se apresura por la esperanza, ésta por el temor. Sin embargo, el
que persigue, ayudado por las alas del Amor,
es más veloz y no necesita descanso; ya se inclina sobre la espalda de la fugitiva y lanza su aliento sobre la
cabellera esparcida sobre la nuca. Ella, perdidas las fuerzas, palidece y,
vencida por la fatiga de tan vertiginosa fuga, contemplando las aguas del
Peneo, dijo: “Auxíliame, padre mío, si los ríos tenéis poder divino; transfórmame
y haz que yo pierda la figura por la que he agradado excesivamente”.
Apenas terminada la súplica, una pesada torpeza se apodera de sus
miembros, sus delicados senos se ciñen con una tierna corteza, sus cabellos se
alargan y se transforman en follaje y sus brazos en ramas; los pies, antes tan
rápidos, se adhieren al suelo con raíces hondas y su rostro es rematado por la
copa; solamente permanece en ella el brillo[3].
Febo también así la ama y, apoyada su diestra en el tronco, todavía siente que
su corazón palpita bajo la corteza nueva y, estrechando con sus manos las ramas
que reemplazan a sus miembros, da besos a la madera; sin embargo, la madera
rehúsa sus besos. Y el dios le dijo: “Ya que no puedes ser mi esposa, serás en
verdad mi árbol; siempre mi cabellera, mis cítaras y mi carcaj se adornarán
contigo. ¡Oh, laurel!, tú acompañarás a los capitanes del Lacio cuando los
alegres cantos celebren el triunfo y el Capitolio vea los largos cortejos. Como
fidelísima guardiana, tú misma te encontrarás ante las puertas del [emperador]
Augusto y protegerás la corona de encina situada en el centro[4];
así como mi cabeza, cuyos cabellos jamás han sido cortados, permanece joven, de
la misma manera la tuya conservará siempre su follaje inalterable”.
Peán había acabado de hablar; el laurel se inclinó con sus ramas nuevas y
pareció que inclinaba la copa como una cabeza.
Ovidio Nasón, Metamorfosis,
Ed. Bruguera, Barcelona, 1972.
[1] Febo había matado la serpiente Pitón que
azotaba el pueblo de Delos.
[2] Se refiere a Cupido, portador de flechas y
arco.
[3] Se refiere al brillo de las hojas de
laurel, en el que queda transformada la belleza deslumbrante de Dafne.
[4] Los laureles daban sombra a ambos lados de
la puerta del palacio de Augusto, sobre el Palatino.